Es tradición festejar en Ecuador la llegada de un nuevo año quemando el monigote, llamado " el viejito" por los niños y viudas que piden dinero para poder "sobrevivir" otro año más, y que está lleno de alegrías, tristezas, problemas, dichas, desdichas, sonrisas, lágrimas, insultos, elogios, amor, odio, vergüenzas, orgullos, besos, abrazos, golpes,etc; en fín tantas cosas, hechos y personas, que sabemos vendrán, pero no sabemos cómo, ni dónde, ni cuándo, ni por qué, ni para qué, ni quién.
Y es la sorpresa e incertidumbre del devenir, lo que en cierto modo hace de la vida un profundo y exitante misterio; enigma que transcurre como el agua de una manantial de montaña, que quiere ser río, que quiere ser mar, que quiere ser lluvia, para volver a ser manantial de montaña.
Supongo que éste es el motivo por el cuál el ecuatoriano de toda clase social, de toda religión, de toda sexualidad, de toda ideología, etc; quema a la representación del año transcurrido, porque sabe en lo profundo de su corazón y mente, que podrá sobrellevar y amar toda vicisitud que se presente a lo largo de un año, o de la eterna y fugaz vida.
Incinerar al año implica también tener esperanza y fe, sentir en que lo improbable es probable y que lo imposible es posible; por eso con el viejo quemamos los errores del pasado en forma notas de papel, usamos ropa interior de diversos colores para invocar la buena suerte, el amor, la salud, y el dinero; corremos alrededor de la cuadra para poder de ésta manera viajar por Ecuador o por cualquier país del mundo.
En fin, quemar el viejo no solo es saltar la llama o prender camaretas; connota una mezcla de razón, fe y experiencia, elementos básicos de la sabiduría y la vida de un pueblo que se mueve y permanece a lo largo del tiempo.
Esteban Sacoto Macías
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